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LA SUERTE Y EL DESPACHANTE DE ADUANA

  • Héctor Guillermo Vidal Albarracín
  • 25 oct 2013
  • 3 Min. de lectura

Bajo el pseudónimo de “Jackie” Vidal escribí mi cuarta novela que se llama: “La Cuarta Hoja del Trébol”.

Sin entrar en la historia, vemos que el título ya nos habla de la suerte. El personaje principal se gradúa de periodista y pasa de cadete a cronista reconocido. Algunos compañeros comentaron que había sido pura suerte. Su jefe, en cambio, le había dicho: “Déjelos que crean eso. Si se dieran cuenta de que usted llegó al lugar que ocupa, no porque tiene buena suerte, sino por propios méritos que son indudablemente superiores a los de ellos, no se lo perdonarían. Merecimiento y suerte se excluyen. Los hombres, en cambio, pueden llegar a perdonar a quien tiene suerte, pero nunca perdonarán a los que son superiores a ellos”. El protagonista crea una columna que titula: “Quien le pone la cuarta hoja al trébol” y escribe:


“Había una vez un lugar en el que un gobernante dictó un decreto por el que disponía que todo se iba a resolver por la suerte. Establecía un proceso gradual: primero los cargos públicos, después la licitación de obras; la designación de jueces, sus sentencias; los matrimonios, las amistades, etc. En la plaza principal puso una tómbola gigante rodeada de asientos para que el pueblo presenciara los sorteos.

La gente recibió con beneplácito la idea porque era un procedimiento democrático. Todos estaban en las mismas condiciones de ser beneficiados. Inicialmente hubo una importante evolución, todos contentos, no había problemas o bien la suerte los resolvía. Tan agradecidos estaban que desearon premiar a la suerte con un monumento. Todos estuvieron acordes en que debía personificarse en una mujer y vinieron escultores de todo el mundo a crear esa efigie, que finalmente se colocó en el mismo lugar donde se efectuaban los sorteos.

El mito de la suerte, personificada, fue objeto de cuentos de los ciudadanos, entre los que no faltaban aquellos que aseveraban su aparición física. La suerte era un asunto de la tierra, el cielo no tenía nada que hacer, ni siquiera Dios tenía autoridad sobre ella.

La historia cuenta que una hermosa mujer se presentó ante un joven de quince, quien muy apenado por la pérdida de sus padres vivía encerrado. Esa visita se transformó en un desfile de muchachas, hasta que eligió a la más bella e inteligente para formar pareja. No obstante, la felicidad no duró, pues al poco tiempo se la vio salir de la casa para no regresar. Según se pudo saber, las razones fueron que el joven permanecía postrado en la cama a la espera de que la suerte actuara por él.

Volviendo a nuestra historia, la suerte comenzó a tener fisuras, ciertas cuestiones con las que no se llevaba bien.

Por un lado, hubo un desinterés generalizado en estudiar, capacitarse. ¿Para qué? Si todo lo resolvía la suerte. La suerte prescindía del merecimiento y la dignidad, uno de los deberes esenciales de cualquier sociedad civilizada, perdía sustento.

Se intentó hacer marketing y flexibilizar la escala de valores. Era mejor la suerte que la corrupción.

Fue así como aparecieron prácticas corruptas que afectaban el funcionamiento de la tómbola, tales como contactos con el lanzador, manipulaciones en la elección de los temas a sortearse, entre otras.

Nada pudo salvar el sistema y una mañana el monumento erigido en el centro de la ciudad fue objeto de un ataque masivo. Dicen, que entre los escombros se vio huir a una bella mujer que no fue vista nunca más.

En ese lugar se colocó un cartel que decía:


“La suerte no existe o, al menos, se la debería ignorar”


Creer en la buena o mala suerte lleva a la superstición; esto es: creer que haciendo o cumpliendo ciertos ritos podemos cambiar los acontecimientos. Es un recurso de los incapaces o frustrados.

Le echan toda la culpa de lo que les pasa sin pensar por un momento qué hicieron ellos para merecerla, que acciones u omisiones los llevaron a la mala suerte.

Es así que ese engaño les resulta confortable, conduce a la resignación y al adormecimiento de las facultades propias”.


Este mensaje es aplicable a todas las actividades que, como la del despachante de aduana, depende de su propio esfuerzo y capacitación



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Antígona Las Heras 2597

Capítulo 2 Cabello 3615

Hernández Corrientes 1436

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