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A MI PADRE

  • Foto del escritor: Jackie Vidal
    Jackie Vidal
  • 24 dic 2009
  • 3 Min. de lectura

Esta historia no es totalmente ficticia, tiene una base real. Gira alrededor de la vida de un hombre no vidente que existió: fue mi padre.

En ella intento destacar que la ceguera es un aislamiento con el mundo exterior que puede engendrar resentimiento y rechazo a los demás y hasta en algunos casos transformarse, en una paranoia discriminatoria. Mi padre, en cambio, me enseñó que era un camino a bucear, explorar y encontrar la riqueza interior y la grandeza del alma.

Repudio con todas mis fuerzas a los que piensan que los ciegos viven en un mundo tenebroso y que tienen su piel fría como reptiles. Nada más abominable que considerar que el ciego es un ser tenebroso que pertenece a una secta.

No sólo convive con los demás, sino que puede llegar a conocer mejor que los videntes lo que es verdaderamente valioso.


No se trata de experimentar la oscuridad o sí, pero no para agudizar nuestros otros sentidos, sino para valorar en su verdadera dimensión a los que a pesar de no ver se desenvuelven en la vida y luchan por no ser discriminados. No son distintos a las otras personas, son mejores.

Mi padre padecía “retinitis pigmentaria” e ingresó en la oscuridad total a los veinte años. Cuando yo tenía siete años pasé a vivir con mis abuelos, quienes me inculcaron el respeto por el derecho que ampara a las personas, la cordialidad natural entre las clases, sin altanería de los superiores ni resentimiento de los inferiores. Esa generación exaltaba la importancia de cultivarse, de saber y conocer otras culturas. La lectura reemplazaba a los aviones y se hacía sin traducciones. No bastaba con querer estudiar una profesión, también había que disfrutar la pintura, la música e incluso saber tocar un instrumento.

A través del braille y la música, mi padre fue el nexo con ese enfoque, acomodándolo a mis tiempos y lo hizo de la mejor forma: con su ejemplo. Aprendí la diferencia entre crecer y envejecer. Sin ver se graduó de odontólogo y practicó la ortodoncia con la ayuda de sus manos.

Me decía: cuando sos ciego tus ojos están abiertos y no ven nada. Probá cerrarlos, que tus párpados te separen del mundo exterior. Dejá que tus ojos te vean por dentro, así vas a poder sacar y usar tu riqueza interior.

Siguiendo su consejo cierro los ojos, dejo pasar unos segundos, me esfuerzo y logro durar unos minutos. Al abrirlos me doy cuenta que no fue un juego, que un ciego no es alguien que cierra los ojos sino una persona que abre el alma.

Me represento su mundo sin imágenes y lo valoro cada vez más. Su espíritu de lucha, su tesón y sobre todo, allá arriba, muy alto, su permanente buen humor. Ante un problema su consejo cariñoso y optimista.

Un nudo en el pecho interrumpe mi evocación con un fuerte remordimiento: nunca le dije todo lo que lo admiraba. Es más, lo único que le trasmití fue cierta vergüenza por su incapacidad. Sí, no se puede creer, pero cuando me buscaba en el colegio, sus movimientos torpes y su bastón blanco me molestaban frente a mis otros compañeros. Siento ahora ganas de abrazarlo, de pedirle perdón. De decirle que mis enojos, malas contestaciones, eran porque estaba creciendo: yo también luchaba por dominar mi cuerpo ante el rápido desarrollo de mis pies y de mis manos.

Lo que más me molesta de una reunión, decía, es que no puedo elegir con quien estar. A pesar de esa dificultad, siempre era el centro, pues era un gran seductor. Bastaba decirle el nombre que él recitaba un acróstico. Tenía un don especial que atraía a todos, más a las mujeres. Recuerdo una secretaria que vino a mi estudio con su recomendación: sólo lo había ayudado a cruzar la calle.

¡Cuantas cosas tengo para decirte! ¡Que buenas charlas tendríamos! Los padres deberían dejar cartas a los hijos para que las leyeran a medida que fueran creciendo. Imaginarse la situación en que se encontrarían a los 15, 25, 35 años, al momento de graduarse o casarse, en cada ciclo de su vida.

Hubiéramos escrito este libro juntos, nos habríamos reído de tus ocurrencias para ocultar tu ceguera, dejándome valorar tu riqueza interior y tu temple. No conocí a nadie que tenga tu fortaleza para afrontar las adversidades y dificultades de la vida y si además tengo en cuenta tu permanente buen humor, estoy seguro que no lo voy conocer porque no existe.

Este es pues mi homenaje a quien me enseñó todo en la vida, es mi tributo a vos papá.

Ojalá que me hayas entendido y puedas perdonarme. Te quiero, admiro y extraño cada día más.

Tu hijo

 
 
 

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